Sunday, July 30, 2006

El gato pasa caminando de la cocina al comedor. Lo miro. Lo sigo con la vista hasta que sube a uno de los sillones y se sienta, acurrucado. El silencio es como una cortina blanca que envuelve cada mueble, cada objeto inanimado. Mi cuerpo quieto y tenso se mimetiza con el sosiego rígido de la habitación.
No se oyen mis pensamientos, pero aturden mis ganas de no pensar. Las imágenes y palabras de hace minutos (¿o días?) pasan como una película, como una comedia dramática. Desde afuera llega el ruido constante y cambiante de la calle, como un silencio formado de monótonos sonidos. No existe y, sin embargo, si la calle callara su silencio de ruidos me sobresaltaría. Pienso en esto, intento concentrar mi mente en hechos aislados del presente.
Pero no funciona así la cosa. Todavía la veo a ella, todavía la oigo. Todavía siento como una lija el ardor de mi garganta. Y los músculos tensos. Todo mi organismo con ganas de estallar. El gato se levantó, dio una vuelta en círculo y se acomodó de nuevo. Me concentro en eso, en lo fácil que es la vida de los gatos. De este al menos. Todos los días tiene su plato de comida, un lugar cómodo para dormir. Incluso caricias, mimos. Y todo lo que tiene que hacer es cumplir un par de reglas, respetar espacios, no romper cosas.

Si, me digo, los envidio.
-Quisiera salir de mí.
La frase duró unos segundos en el aire, como si un eco inexistente hubiera hecho continuar el sonido más allá del sonido. Las tres personas que estaban allí lo miraban sonrientes, como si se tratara de una broma. Él los miraba sin expresión, sus facciones no parecían denotar ningún sentimiento, ninguna sensación. La música sonaba fuerte y monótona, la habitación estaba llena de gente. Estaban en un rincón del lugar donde se desarrollaba la reunión.
-Quisiera salir de mí.
Lo repitió porque sabía. Miraba sus caras desencajadas, sus ojos inundados de alcohol, sus venas recorridas por sustancias ajenas. Sabía que no estaban allí, aunque los viera. Sabía que no habían entendido sus palabras. Y por supuesto sabía que no las entenderían aunque las repitiera mil veces.
Mientras oía en su cabeza la pronunciación de cada palabra de la frase, pensaba en ellos. Los veía en cierta forma perdidos. Pensaba en la necesidad de desaparecer, de sumergirse en ese océano de sensaciones falsas, en esa alucinación sonora, ese ascenso que precedía siempre a una estrepitosa caída.
Ellos seguían mirándolo, tratando de entender qué había dicho, o quién había hablado. Los sonidos, después de todo, ya estaban perdidos en el ruido general. La frase ya había sido olvidada. La vida seguía. La música, dentro de todo, era casi agradable, la gente era casi divertida, no hacía mucho frío, y todavía había muchas bebidas para elegir.
Pero en su cabeza, en la cabeza de él, la frase no desaparecía, porque no había sido traída. Lo seguía a todas partes, era una parte enquistada de su pensamiento, era parte de él, era él. Quería salir de sí.
Las tres personas que estaban allí sin estar, dejaron de estar y un silencio inventado lo rodeó todo. De repente toda la gente se convirtió simplemente en gente. De pronto nadie tenía cara ni cuerpo, eran sólo seres bailando, caminando, riendo, tomando. Sus voces no sobrepasaban la música, pero se oía el murmullo constante como prueba de su existencia. Sus voces eran parte fundamental de la música. Todo junto era la banda de sonido de esa noche.
El sillón vacío le pareció enorme y deformado. Le pareció inútil el espacio. Se recostó. Cerró los ojos para mirar detenidamente el silencio que se forma cuando el ruido es casi constante. Ese arrullo inexistente de, por ejemplo, el mar, cuando hay mar, o del viento en un valle. Cerró los ojos y percibió los movimientos de las personas. Sentía el ruido particular de cada uno.
-No hay nadie acá.
¿Lo dijo en voz alta? No hubo sonidos, pero eso no decía nada. Sintió su boca moverse a la par de sus pensamientos, pero igual dudó. Alguien le tocó el hombro.
Se incorporó para dejar lugar a ese alguien que había aparecido de la nada. Mientras se enderezaba y ella se sentaba la miró con la extrañeza que hubiera experimentado si hubiera visto salir a un personaje de una pantalla de cine. Alguien que se había hecho de repente real.
-¿Estabas durmiendo?
Su voz se oía. Por sobre la música. Era real. Sonaba un poco a papel de lija. Como si una lija pudiera hablar. Tenía un vaso de algo en una mano y un cigarrillo en la otra. Sonreía estúpidamente, o inteligentemente. Nunca se sabe con certeza.
-No, pensaba.
Dijo la frase y supo que detrás venía la pregunta obvia. Y se arrepintió de su frase.
-¿En qué pensabas?
No. Una cosa es mantener una insignificante conversación con una desconocida que en minutos apenas desaparecerá nuevamente cuando la pantalla de su película se la trague, y otra muy distinta es responder a esa pregunta seriamente. Su presentimiento constante era que si decía las cosas que pensaba realmente, alejaba a la gente. Y si inventaba cualquier cosa trivial, sentía que desaparecía en esa nada de seres musicales.
Sin saber por qué, optó por la versión más parecida a lo real. Intentó explicar sus pensamientos. Si esa sonrisa era inteligente y no estúpida, entonces quizás la noche cobrara algún valor después de todo.
La primera vez que me encontré frente a frente con la muerte fue en un bar. Una noche de diciembre, de mucho calor. Estaba solo, tomando café, escribiendo estupideces en un papel arrugado. Ella estaba unas mesas más allá. Tenía la mirada perdida, como si pensara en cosas perdidas para siempre. Recuerdo que pensé en lo terrible de la profesión que ejercía. Me pregunté si alguna vez había sido humana, o había sido creada para cumplir la función que tan bien desempeñaba. La miraba sin ser visto, pero es sabido que no se puede engañar a la muerte. En seguida me di cuenta de que sabía que la estaba mirando, y que sabía quien era. Levantó su copa en ademán de brindar, y no tuve más remedio que imitarla. El brazo me temblaba un poco.

El mozo pasaba cerca unos momentos después de ese primer contacto visual y lo frené para preguntarle por aquella persona. Él me miró intrigado, miró hacia donde yo le señalaba y volvió a mirarme. Rió apenas y se alejó rápidamente. Entonces noté que nadie la miraba, nadie había notado su presencia. Quizás, pensé, sólo es visible para mí, quizás, pensé nuevamente con un poco de pánico, viene a buscarme.

Lo extraño era que no llevaba el clásico atuendo negro, ni parecía tener en ningún lado la guadaña. Lo esencial estaba en sus ojos. Su mirada decía todo lo que su aspecto disimulaba. Durante varios minutos no volvimos a cruzar miradas, ella simplemente tomaba de su vaso, yo del mío, y el tiempo transcurría sin mayores inconvenientes. Entonces me paré y me acerqué a su mesa. Hice un gesto y ella hizo otro gesto y me senté.

Estando tan cerca, su mirada era mucho más fuerte, más pesada. Sus manos, contrariamente a lo que hubiera imaginado, eran hermosas. Tan cuidadas como las manos de una persona que jamás en su vida ha hecho nada con ellas. Como si hubieran sido creadas allí mismo, en el instante en que las miré. No dijo una palabra en las casi dos horas que estuve allí sentado. Y yo respeté su silencio omitiendo comentarios. Simplemente me miraba. No sonreía pero tampoco estaba seria. Tenía una cara que no demostraba ningún tipo de ánimo.
Al mediodía siempre trato de hacerme un momento y parar en el bar de Horacio, a la vuelta de la oficina. No es gran cosa, viste, pero ahí me conocen. Entro y Horacio en persona me dice qué hacés Julio, ¿todo bien?, y me siento en la barra.
Generalmente me pido un tostado. No me alimenta mucho y suelo quedarme con hambre, pero lo preparan tan bien que vale la pena. Además es lo único que hay para comer. Después me tomo un café.
En la tele a veces pasan algún partido, casi siempre repetido, porque al mediodía no se juega nada, a menos que sea de otro país. Y si no, está puesto Crónica, que siempre está en vivo con alguna noticia sin importancia, aunque a veces no.
A menudo coincido en el lugar con Daniel, un tipo que labura cerca de mi oficina, que parece tener la misma costumbre que yo. Siempre que nos encontramos nos quedamos conversando hasta la hora de volver al trabajo.
Una vez, hace ya dos meses, una mujer entró a tomar un café. Todos la miramos, porque una mujer es algo raro en un lugar así, pero ella ni enterada. Se sentó y pidió un café cortado. Le puso edulcorante. Y después sacó unos papeles y los miró todo el rato.
Pero en un momento levantó la vista y me cachó mirándola. Y me sonrió. Fue un segundo, o menos, pero me alcanzó.
Desde ese día que vengo con la esperanza de volver a verla. Y aunque quizás no vuelva a verla en la vida, el simple hecho de pensar que quizás la vea otra vez allí, me da una especie de esperanza, de esa clase que me permite enfrentar cada día las cosas que tengo que enfrentar.
Una soledad solo comparable con la tristeza de saber lo absoluto. Comparable incluso con la terrible necesidad de expresar la verdad que uno sabe como sabe su propio nombre.

¿Como puedo saber que quiero si no puedo desprenderme de lo que no se?

¿Como intentar saber algo de mi si apenas puedo empezar a descubrir lo que no se?

Entonces me pregunto que es lo que puede saberse sobre lo que hay para saber. Cuanto es verdad y cuanto es simplemente lo que uno cree que se puede saber.

O sea...

Las teclas de esta computadora, o las de una maquina de escribir, o la pluma y el papel... la piedra grabada con jeroglíficos... nada de todo eso sirve de mucho cuando las cosas siguen siendo cosas y las palabras siguen siendo palabras.

Miles de años de cultura en el mundo y todavía no encontramos una verdadera forma de decir cosas. Seguimos con estos jeroglíficos modernos.
La noche te está llamando. Suena tu nombre entre las sombras. Caen algunos silencios para que exista tu risa. Veo a veces tus lágrimas y las aparto de tu piel, las analizo absolutas, gotas de cristal de noche, partículas de tristeza azul. Tus lágrimas duelen en mis ojos, salen por mis ojos. Tus risas ríen en mi alma. Mujer, ser siniestro, dueña de las noches, señora del mar, esclava de las mareas de tu alma. Me alejo de ahí, para observarte. Te leo en los ojos la distancia. Me alegran tus alegrías. Puedo inventarme este presente, esta sensación de seguir existiendo a pesar.
Fuimos creados, según versiones, por medio de la palabra. El ser supremo fue nombrando las cosas y estas fueron apareciendo. ¿Cómo desentenderme de las palabras si ellas me trajeron? ¿Debo adherir a esta supuesta verdad de ser creado? No. Puedo desligarme de eso. Mis pensamientos son palabras y a la vez carecen de palabras. Estoy como parado frente a un universo inexistente, donde todo está creado y con la sensación de que puedo aún crear todo. Nombro las cosas y estas aparecen, aparecen en forma de idea. Con palabras puedo crear cualquier verdad. Sólo con decir “allí hay una mesa” estoy creando la idea de mesa, pero a la vez estoy creando otras ideas. La idea de ser, principalmente. “Allí hay una mesa”, existe una mesa, es decir, una mesa ES, está siendo, allí. La idea de lugar también aparece, la idea de existencia de un espacio físico donde una mesa puede existir. Pero además de la parte filosófica de la interpretación de la frase, también estoy creando una imagen, o para ser más exacto, varias imágenes. Yo mismo tengo en mente una gran cantidad de imágenes correspondientes a esa frase, y apenas soy uno. Cada uno tendrá sus imágenes propias.
Confío en las palabras y me pierdo en sus significados desparramados por el mundo. Todos los silencios salen de sus lugares de paz y se producen los sonidos que recuerdo de otro tiempo. Otro tiempo que me trae los recuerdos de otro tiempo.
Sí, ya sé, es un poco confuso, es un poco desesperanzador, es un poco así, casi perdido en el significado de las palabras sin significado. Pero así estoy, no queriendo tener significado, no queriendo tener sentido, aterrorizado de las palabras, aterrorizado de lo cierto, de lo verdadero, esperando que me salven de la verdad, queriendo despertar de lo real como de un mal sueño.
Por eso escribo, por eso hablo, por eso resigno mi razón en un juego perverso de significados. Porque el silencio no puede traerme más que silencio, pero aun así lo pronuncio, lo llamo en mi ayuda, le quito todo lo que lo cubre y lo lleno de vacío, lo descuido y lo arrullo para que se duerma, para que sangre su sangre de siempre. Y lamento esto, estar así, tan vivo, tan desesperadamente vivo que me duele el presente, me duele la nostalgia por absurda, me duelen las palabras por lo mismo.
A veces pienso en las cosas que me pasan desde que decidí comenzar a ser, y entonces me enredo en la maraña de sentimientos que me cautivan desde la nostalgia de saber que el tiempo siempre es hacia atrás y entonces todo lo que uno cree que puede ser una bendición se transforma en una desilusión constante, donde los que canalizan la verdad son los que saben donde se encuentra la realidad.

Pero la verdad es que no siempre se puede saber como es que ciertas cosas salen de sus madrigueras de siempre para enfrentar al miedo peor aquel que los amedrenta desde siempre.

Un remolino de sangre se cuela desde que supe que nada iba a volver a ser como era. Una verdad enajenada de siempre se apodera de la verdad, y los sueños se nutren de la nostalgia.

El perro de la otra cuadra sabe de lo que hablo cuando hablo y es por eso que no hablo en su presencia.
Por momentos me imagino el presente decorado de palabras que busco en las bolsas de mi inconsciente. En las paredes de mi cerebro de sentimientos se esconden los significados. Estoy desde hace años y años buscando la palabra que me devuelva la tranquilidad. El sosiego de saber que ya no tengo nada que decir... la última palabra.

Y por momentos me pregunto si realmente tengo algo para decir, o sea, si es verdaderamente necesario para alguien más. Si descontándome a mí, existirá alguien en el mundo que necesite de las cosas que quiero (o creo querer) escribir.

Porque esto de escribir, de pensar al mundo en palabras, es complicado, es casi esquizofrénico. Me refiero a que si intento aprehender el mundo con palabras, es seguro que me estoy perdiendo algo. Las palabras no existen, no son algo verdadero, simplemente describen lo que si existe. Las cosas son cosas, las personas son personas, los sentimientos son sentimientos. Las palabras... no son nada.

La palabra “palabra” puede ser el eslabón inicial de una cadena que lleva irremediablemente hasta la palabra “palabra”. Podría comenzar así: ¿qué significa la palabra “palabra”?

“Conjunto de letras que tienen un significado”, podría responder alguien.

Bien, le digo, ahora decime qué debo entender por “conjunto”, “letra”, “tener”. Y ni hablar de “significado”.

No considero necesario proseguir. Cualquiera puede hacerlo consultando un diccionario. Hasta la mejor enciclopedia de la lengua española, (o de cualquier lengua, que para el caso es lo mismo) cae en lo mismo. Si uno dedica algunos minutos de algún día a recorrer los laberintos blancos de las páginas de un diccionario, se encontrará pronto dando vueltas en círculo.

Por lo tanto... sobran conclusiones.
Palabras que son gruñidos perfeccionados por monos perfeccionados.
La puerta de salida se cerró con un ruido diferente. Quizás porque sabía que era la última vez que se iba a cerrar. Quizás porque tenía todos mis sentidos puestos en percibir esa sensación, la de cerrar una puerta definitivamente. Un segundo después volví a mirarla, de madera, un poco gastada abajo, creo que por el perro del vecino, que a veces venía a pedir comida. La miré completa, la guardé para siempre en mi memoria y después giré sobre mis pies y la olvidé para siempre. Salí caminando lentamente, como quien huye de un enemigo demasiado peligroso. Dando cada paso pensativamente, descubriendo lo placentero que puede llegar a ser despedirse para siempre. Lo placentero que hay en ciertos dolores, en ciertas cosas que nunca podrían ser placenteras.
El aire caliente del verano que aún no comenzaba me golpeaba el rostro como anuncio de los días caldera por venir. El cielo estaba particularmente azul, como si de pronto se hubiera puesto de un azul inesperado. Es cierto que nunca lo había mirado así, con esos ojos, con esa historia. Pero igual. El cielo estaba azul, apenas blanco en algunos sectores olvidados, pero casi todo azul. Las copas grises de los edificios grises apenas empañaban mi visión del azul extraño de esa tarde a las dos, cuando caminaba por primera vez hacia donde ya había caminado infinidad de veces.
Escribo sin pensar, escribo para llenar de palabras la pantalla, para descargar estas cosas que no conozco, que aparecerán mientras escribo, ahora, en algún momento.
Escribo porque es la única manera que tengo de expresarme, porque las palabras me hierven en la sangre. Quizás no tengo nada para decir, quizás no tengo siquiera esto para decir, pero lo digo, lo pongo en letras para darme cuenta de una vez que no tengo nada para decir. Pero para eso, tengo que decir, aunque sea decir esto, que no hay nada, que las palabras que tengo son demasiado simples, o demasiado complicadas, y que no hay manera de que pueda expresar ni una décima parte de lo que quiero expresar.

Las palabras son así, hijas de puta. Vienen, se me meten en los dedos, en los ojos, en el cerebro, y ahí se quedan. No tengo manera de sacar todo lo que tengo. Me siento lleno de palabras y a la vez, cuando llega la hora de la verdad, de sentarme frente a la hoja, o la pantalla, mis manos se mueven de aquí para allá, pero lo que aparece en la hoja / pantalla es esto, nada, palabras que explican el porque de la inexistencia de palabras, palabras que describen el vacío, si es que ese absurdo es posible.

Lo que no sé es si es verdad, si realmente estoy vacío, o es que mi cerebro me juega estas feas bromas. Cuando camino por la calle se me ocurren frases brillantes, construcciones gramaticales admirables, cuando estoy en la cama, por la noche, también, cuando me estoy bañando, siempre en lugares en los que no puedo tomar nota, siempre lejos de la hoja, lejos de la pantalla. Y cuando me siento acá, preparado para pasar lo que mi mente ha elaborado durante esos lapsos de creación, me pasa esto, esto que ya expliqué hasta el hartazgo. Es decir, el vacío. La nada.

Y me molesta, porque quiero escribir, quiero tener algo para decir, quiero ser escritor, quiero construir con palabras algo bello, o descabelladamente horroroso, para llamar la atención de alguien, para que uno o dos digan “epa, ahí hay algo”. No sé. Quizás soy un iluso, un no-escritor, un ser humano como todos los seres humanos, que tendrá que trabajar toda su vida, hasta jubilarse y después intentar vivir. Me aterroriza ese posible destino. Huyo de él como de un mal sueño, como de una pesadilla.

Y me acecha. Me acecha cada día en las caras de toda la gente que me cruzo, me acecha en los rostros vacíos de quienes adhieren a la trampa. Los veo así, con sus trajes, sus corbatas, sus vestiditos de secretarias ejecutivas, sus portafolios llenos de mentiras, su soledad infinita a las 6 de la tarde cuando están absurdamente solos, rodeados de un millón de personas en la misma situación, en la misma desesperación callada.
El silencio es la oscuridad. Quiero decir, el silencio total es la oscuridad total. Pero una habitación iluminada sólo por velas es una especie de oscuridad, y entonces se puede aceptar que ciertos sonidos son como silencios. Dos personas calladas, abocadas a ciertas actividades silenciosas en una habitación vacía (es decir, una habitación que contiene todo lo que suele tener cualquier habitación, a saber: una mesa, al menos dos sillas, un mueble con ciertas características y adornos, una ventana, paredes seguramente blancas y por supuesto las dos personas que quizás están escribiendo o leyendo, o cada uno en lo suyo y que cada tanto se miran y sin palabras se dicen que sí, que están cómodos, que ese silencio que no es tal – ya se verá por qué – no es malo y les basta eso, una mirada, para saber que hay muchas palabras en el aire que no es necesario decir).
Como decía, dos personas, digamos un hombre y una mujer que, digamos, se aman (este detalle no es excluyente) y que están en una habitación vacía (vacía como ya expliqué, aunque quizás me faltó agregar que puede haber un termo y un mate que quedó suspendido), pueden estar escuchando música (de hecho, están haciéndolo) y, sin embargo, los rodea un silencio. Una clase de silencio que si bien no es un auténtico silencio, es mucho mejor, en el sentido de que, sin la tristeza y posible tensión de un silencio total, todavía tiene las ventajas de un buen silencio compartido. Todo esto se percibe justamente en los momentos en que la situación cambia, o sea, cuando el reproductor reproduce esa virtual representación del silencio que existe entre una canción y la siguiente, o cuando una de las personas habla en voz alta para decir cualquier cosa.

Las velas siguen encendidas, la oscuridad insinuante que producen está a salvo. Afuera hay seguramente viento y cielo y estrellas. Quizás ya la luna. ¿Será ya la hora en que es hora de mirar la hora? En mi muñeca hace tic-tac el tiempo, aún ajeno a nosotros, suspendidos en este silencio con letra y música, en esta oscuridad de velas compartidas. Lejos, a miles de metros y a unos pocos también, las olas de un mar abandonado en la noche van y vienen sobre la arena. Es probable que algún reflejo brille en el movimiento eterno del agua. Entre los sonidos que crean este rico silencio se oyen como detalles decorativos los movimientos leves de la mano izquierda de ella, de la derecha de él. Las respiraciones. Hojas para adelante y para atrás. Lapiceras apoyándose indefinida cantidad de veces sobre los papeles antes blancos y ahora a medio azul.
Deshaciendo las horas minuto a minuto, intentando desprender el presente de todo el dolor, elaborando teorías sobre las teorías que explican el tiempo sin explicarlo, descubriendo enigmas donde nadie sospecha enigmas, desarrollando elucubraciones absurdas sobre el absurdo de la muerte.

Comunicación

La utopía del ser humano.
Todos creemos que pensamos, que hablamos.
Creemos ser la maravilla del mundo.
Tenemos cientos de idiomas, miles de palabras, millones de maneras distintas de decir la misma cosa y sin embargo así estamos, total y absolutamente incomunicados.
La palabra es la mentira más absurda que hemos inventado.
La comunicación es una ilusión constante, jamás nos resignaremos a la realidad abrumadora: no hay manera de decir algo, no hay puente entre los pensamientos.

Qué?

Si, eso. Voy a escribir. Aunque en realidad simplemente voy a copiar y pegar cosas que ya tengo escritas. Y cuando se me acaben, escribiré nuevas.

Cosas sueltas, basura, tal vez cuentos, veremos.
Pero la consigna de este blog será esa: nada de comentar una noticia del diario de ayer, nada de hablar de política, nada de actualidad. Sólo textos sobre algo o nada.

Bueno, veamos cómo sale.

Saludos.